Hay más cosas. El sendero confesional; la tía repulsiva también sale. El drama. Una taquicardia.
El suelo frío. El estornudo. Me sabe a poco este invierno.
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Precisamente podríamos decir que el libro de Auster es, a primera vista, algo muy íntimo; quiere darnos una historia de su cuerpo: "Habla ya antes de que sea demasiado tarde, y confía luego en seguir hablando hasta que no haya más que decir. Después de todo, se acaba el tiempo. Quizá sea mejor que de momento dejes tus historias a un lado y trates de indagar lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo desde el primer día que recuerdas estar vivo hasta hoy."
Lo que pedantescamente llama "fenomenología de la respiración". Ahí está, un cuerpo, expuesto a lo largo de la vida. No hay mucho que decir. Nada nuevo bajo el sol. Lleva la humanidad tirándose de pedos desde que el mono se puso de pie y miró al horizonte. El diario, más bien unas memorias, levanta el vuelo cuando se sale de esa intimidad del cuerpo, se adentra en los sentidos y en el recuerdo, olvidándose del plan preestablecido. Porque no hay nada más aburrido que el catálogo de lo que un cuerpo caga, mea, come y duerme. Es un libro que, siendo intimísimo de intención, se queda en una vida para contar, la vida ya narrada antes de ser escrita. La vida por fuera, el biombo de lo privado. Es una intimidad, si acaso, calculada, de segunda mano. La intimidad reconocida y esperada por todo el mundo; la menos íntima, sin duda.
La intimidad en literatura es un tono. Se escribe para uno mismo, de ahí ese tono; se va descubriendo esa intimidad según se va escribiendo. Después viene o no el otro, el lector, el segundo lector, si llega, que la reconoce al momento. La intimidad literaria sería aquello que uno necesita escribir, por encima de cualquier cálculo racional o social. Es un refugio. Mucha de la supuesta literatura íntima tiene la intimidad de un baile disfraces. Cada uno se disfraza de lo que quiere. Algunos se disfrazan de señor en pelotas.
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